Sábado, 28.05.11

O leitor que não pára de ler

Um adolescente extraordinário

 

Juan Cruz

 

Alberto Manguel tiene 62 años, pero no sólo por eso es un adolescente extraordinario. A su edad, y después de una experiencia que lo ha llevado a muchos países y a numerosos libros, e incluso a la cárcel argentina cuando era un muchacho díscolo frente al poder militar, aún se pone rojo como un tomate cuando la timidez lo vence.

 

Esa es una facultad que se convierte en virtud cuando uno tiene 62 años. Y acaso es esa perpetuación de la adolescencia la que late debajo de este libro singular al que uno se enfrenta como si fuera a leer una conversación erudita y sale de él con la frescura de haber asistido a un divertidísimo recuento de las andanzas de un hombre al que uno imaginaba acechado por los libros, ajeno a la vida, un poco como Jorge Luis Borges, o como la mitología dice que fue el gran ciego de Buenos Aires.

 

El libro es Conversaciones con un amigo y es el conjunto de charlas, muy bien conducidas, que tuvo con Manguel el editor francés Claude Rouquet a lo largo de varias semanas. La edición de entrevistas es un arte, y conviene aprender de esta que emprendió Rouquet, pues en ningún momento se olvida uno de que es una conversación, porque en todo momento se sabe uno involucrado en ella, participando en una peripecia que el arte de la entrevista convierte en una buena experiencia propia. Aunque se habla de libros, sobre todo, se habla también de la vida, y de mucha vida, pues, como con Borges, que fue su amigo, y a quien leyó en un periodo singular de la vida, con Manguel hay un malentendido si uno cree que sólo está preocupado por lo que nace de la lectura, que por otra parte es su saludable obsesión perpetua.

 

Borges era un hombre risueño y bromista, no estaba todo el día rodeado de legajos; y a Manguel le pasa algo parecido: está rodeado de libros, esa es su geografía, pero hay mucho más en Manguel; la suya es una mirada distraída y minuciosa, mira como si escribiera, y se ríe o se enfada mirando, no es un ermitaño alojado en la torre húmeda de Montaigne. Este es, pues, un libro sobre la vida y se lee como si fuera una reflexión sobre el tiempo en función de los libros. Incluye el acontecer realmente singular de su padre diplomático, peronista y vagabundo, la expresión indignada del joven Manguel y la raíz de su pasión por la escritura, que es un ejercicio muy generoso en su caso, pues escribe de otros, obsesivamente escribe de otros, aunque también aborda la novela propia de la que la vida emerge.

 

Los libros son tan importantes que le sirven, incluso, para marcar su propio tiempo. Es muy emocionante leer esta confesión de Manguel que ya tiñe el recuerdo del libro: "No creo en el más allá, creo que me convertiré en un polvo que, espero, ayudará a que crezcan algunos zapallos. Lo que me importa es saber que todo esto va a terminar. El tiempo que pasa me permite medir lo que me queda por hacer". Cuando era adolescente se consideraba capaz de todo, de leerlo todo; ahora sabe que ya no es posible. "Me da lo mismo. Como cualquier lector, tuve la suerte de haber encontrado algunos textos interesantes". En el libro aparecen esos textos, desde policiales a la Divina Comedia, pasando por Kipling y Chesterton. Esta biblioteca, dice, es un autorretrato. Y el libro es un retrato en el que Manguel aparece como un adolescente extraordinario que no parará de leer.

 

 

 

Juan Cruz - Publicado em Babelia / El País

publicado por ardotempo às 18:48 | Comentar | Adicionar
Sexta-feira, 09.10.09

Luz própria

El lector activo
 
Enrique Vila-Matas
 
 
La lectura es un arte, aunque muchos autores de hoy lo ignoran, ya que andan atareados complaciendo lo que se espera de ellos: intrigas trilladas, personajes que hablen como en las series más mediocres de televisión, estilo de tiralíneas. Claridad se les reclama, y que no embrollen. Que respiren con naturalidad y no ensombrezcan las mañanas.
 
Ostentadora del gusto general, la mayoría lectora, que cuenta con la reveladora complicidad del sufragio de los que no leen, actúa como si hubiera vencido en las urnas y eso le permitiera ahora imponer la figura del lector pasivo y someter cualquier lectura individual a la más burda lectura general, prisión de todos.
 
Tiene este horror su lógica si se piensa que entre los lectores de hoy triunfa aquella comodidad que ya en los años treinta llevó a Cyril Connolly a ironizar sobre los perezosos: "Con independencia del talento que inicialmente posean, se condenan a ideas y amistades de segunda mano".
 
Hasta donde alcanza la memoria, mi icono clásico del lector activo es una lectora, Anna Karenina, viajando de noche en el tren de Moscú a San Petersburgo. Justo en el momento en el que Tolstoi parece haber suspendido ligeramente la intriga, Anna se coloca en las rodillas un almohadón y, envolviéndose las piernas con una manta, se arrellana cómodamente. Después, pide a Aniuska una linterna, que sujeta en el brazo de la butaca, y saca de su bolsita roja un cortapapeles y una novela inglesa.
 
En mi recuerdo, el momento es pura iluminación. Asocio la linterna de Anna con aquella peculiar luz propia, cuya necesaria existencia percibiera Paul Valéry cuando en sus Cuadernos consideró plausibles un tipo de obras que contaran con la iluminación propia del lector, es decir, un tipo de obras escritas sin pensar en darle algo a quien lee, sino, al contrario, pensando en recibir de él: "Ofrecer al lector la oportunidad de un placer -trabajo activo- en lugar de proponerle un disfrute pasivo. Un escrito hecho expresamente para recibir un sentido, y no sólo un sentido, sino tantos sentidos como pueda producir la acción de una mente sobre un texto".
 
Décadas después, Roland Barthes recogería el guante y diría que para devolverle su porvenir a la escritura había que darle la vuelta al mito: "El nacimiento del lector se paga con la muerte del autor". Exageró, pero con su idea dejó entretenidas a dos generaciones de estudiosos y demostró, además, que del acontecer implacable que conduce a la muerte nada nos distrae tanto como la lectura activa. La famosa muerte. La he visto esconderse en los relojes en La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, esa novela con la que Laurence Sterne llenó de salud la relación del escritor con el lector: "A medida que prosiga usted en mi compañía, el ligero trato que ahora se está iniciando entre nosotros se convertirá en familiaridad, y ésta, a menos que uno de los dos falle, acabará en amistad".
 
Puede que fallarle a tipos como al gran Sterne sea el error de tantos lectores de ahora, consumidores de sucedáneos de la literatura. Pero anima saber que hay indicios del regreso del lector activo. Algo comienza a moverse en medio del barullo de las novelas esotéricas y otros engendros, y se diría que hasta incluso pierde ya fuelle la estúpida exaltación del lector pasivo, que esconde en realidad la exaltación de los que no leen. Reaparece el lector con talento y parece que comienzan a replantearse los términos del contrato moral entre autor y público. Respiran de nuevo los escritores que se desviven por un tipo de lector que sea lo suficientemente abierto como para permitir en su mente el dibujo de una conciencia extraña, incluso radicalmente diferente de la suya propia.
 
La secuencia central de toda lectura activa contiene el gesto más profundamente democrático que conozco. Es el gesto de quien sabe abrirse al mundo y a las verdades relativas del otro, a la sagrada revelación de una conciencia ajena. Si se exige talento a un escritor, debe exigírsele también al lector. Porque el viaje de la lectura pasa muchas veces por terrenos difíciles que reclaman tolerancia, espíritu libre, capacidad de emoción inteligente, deseos de comprender al otro y de acercarse a un lenguaje distinto del que nos tiene secuestrados.
 
Como dice Vilém Vok, no es tan sencillo para un lector sentir el mundo como lo sintió Kafka: un mundo en el que se niega el movimiento y resulta imposible siquiera ir de un poblado a otro.
 
Las relaciones entre lector y escritor remiten tanto a un mundo radicalmente negado para el movimiento como a la escena más opuesta: dos aislados poblados kafkianos, acercándose. Una novela es una calle de dos direcciones, animada por dos talentos; una calle en la que la tarea que se requiere a ambos lados es, al final, la misma.
 
Leer, cuando se lleva a cabo con linterna propia, es tan difícil y apasionante como escribir. Tanto quien escribe como quien lee, aun entreviendo el fracaso, buscan la revelación certera de lo que somos, la revelación exacta de la conciencia personal de uno mismo, y también de la del otro. Y aquellos que sitúan la lectura al nivel de la experiencia pasiva de ver televisión lo único que hacen es vejar a la lectura y a los lectores. De hecho, las mismas destrezas que se necesitan para escribir se precisan también para leer. Los escritores fallan a los lectores, pero también ocurre al revés y los lectores les fallan a los escritores cuando sólo buscan en éstos la confirmación de que el mundo es como lo ven en su pequeña pantalla. Los nuevos tiempos traen esa revisión y renovación del pacto exigente entre escritores y lectores. Cabe esperar, parafraseando a Henry James, que pronto pueda decirse que unos y otros trabajan con lo que tienen, y sus grandes dudas son su pasión, y esa pasión es precisamente su gran tarea.
 
© Enrique Vila-Matas 
publicado por ardotempo às 13:28 | Comentar | Adicionar
Sábado, 04.07.09

No espelho, a realidade incorpórea

Da literatura sem qualidades
 
João Ventura
 
 
A literatura como "uma tentativa de tornar real a vida", escreveu Pessoa. Ignorava o poeta que algumas décadas mais tarde Enrique Vila-Matas haveria de fazer da possibilidade de introduzir o real na ficção uma marca do seu estilo pessoal através da qual a aparência de verdade levada até ao extremo converte aquilo que no início é apenas verosímil numa nova forma de realidade que não necessita de nenhuma outra explicação a não ser a da evidência da ficção; e de uma ficção que questiona o nosso limitado conceito de verosimilhança e nos transforma em exploradores mentais de mapas obscuros em cuja cartografia abismal nos adentramos para nos aproximarmos mais da verdade.
 
Trata-se, então, de um conceito de verosimilhança que remete não tanto para aquilo que verdadeiramente entendemos por realidade, isto é, aquilo que acontece, mas mais para aquilo que poderia ter acontecido, que poderá acontecer, introduzindo, assim, na ficção "um sentido de possibilidade" musiliano que transforma as personagens "correntes e vulgares", como, por exemplo, as que atravessam a cartografia vilamatiana de Exploradores de abismos, em expedicionários de mundos paralelos, protagonistas de vivências nunca experimentadas que sobrepõem ao tédio quotidiano com a insolência de quem possui a fórmula mágica que o há-de esconjurar.
 
Lembram estes exploradores vilamatianos, "esses homens [musilianos] do possível [que] vivem, como se costuma dizer, numa trama mais subtil, numa teia de névoa, fantasia, sonhos e conjuntivos" que constituem simulacros de sentido num mundo que Musil sabe sem sentido, mas que insiste em narrar em O homem sem qualidades (Dom Quixote) apesar de "tudo ter deixado de ser narrável e não seguir já nenhum fio" (p. 827). Por isso, terá inventado "um novo modo de narrar que se constitui em permanente ensaio da vida" e que "abriu, sem fechar, o mais amplo horizonte que se oferece ao romance moderno", respondendo (tal como Hermann Broch) àquilo a que Kundera classificou como o apelo do pensamento, "não para transformar o romance em filosofia, mas para mobilizar, com base narrativa, todos os meios, racionais e irracionais, narrativos e meditativos, susceptíveis de esclarecer o ser do homem; de fazer do romance a suprema síntese intelectual".
 
Um convite, então, não para um passeio romanesco ao passado, mas para uma longa expedição através dos mapas obscuros do "apocalipse alegre" (expressão que sintetiza, segundo Broch, a forma como os austríacos viveram nihilismo de fin de siècle), cujos abismos cacanianos me disponho agora a explorar num programa de leitura para afrontar o vazio deste "mundo de qualidades sem homem" em que vou vivendo sem nele me despenhar. Isto é, escolhendo a qualidade de leitor sem qualidades, logo, aberto a toda contingência, a toda a possibilidade de leitura que pode surgir numa qualquer dobra das duas mil páginas da monumental edição da Dom Quixote, numa autorizada tradução de João Barrento.
 
João Ventura - publicado no blog O leitor sem qualidades
Fotografia de Mário Castello - A escultura (MON Museu Oscar Niemeyer / Curitiba PR Brasil), 2009
publicado por ardotempo às 12:49 | Comentar | Adicionar

Editor: ardotempo / AA

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