Calvário Andino
Cristo en las salitreras
J. Ernesto Ayala-Dip
El novelista chileno Hernán Rivera Letelier es dueño de un mundo propio. Se fragua ese mundo con el oficio de la frase bien construida, como si fuera concebida para el oído, y el empeño indeclinable de la invención. Rivera Letelier es un fabulador nato. Es consecuente con un paisaje físico que parece siempre el mismo. Suelos áridos, desérticos, proclives al espejismo. Y probablemente a los asuntos humanos más insospechados. Una suerte de sobrenaturalidad táctil, casi contagiosa. No faltan en ninguna de sus novelas los páramos de salitres. Las salitreras. Y en ese mar de soledad lunar están los cúmulos de gentes resignadas a su suerte: la pobreza, el caciquismo y la arbitrariedad. Estos elementos no están por estar. Tienen una función narrativa. Facilitan la inclusión de la imaginación. Hacen que la verdad humana lo sea en la medida en que la verdad estética despliegue su poder de convicción. En territorios tan inhóspitos, un llamado de la fábula más inesperada es una luz. (Los parajes míticos, tan familiares en la literatura latinoamericana). Ese llamado puede ser una orquesta perdida en el desierto o un malabarista del balón, una especie de Mesías que un remoto pueblito salitrero espera con unción: Fatamorgana de amor con banda de música y El fantasista, novelas en la que Rivera Letelier crea figuras legendarias, dispositivos imprescindibles para metabolizar con infalible eficacia la realidad representada. En estas novelas el autor chileno resume su filosofía de la novela.
En El arte de la resurrección, el autor vuelve a su sistema narrativo. Retorna a su paisaje habitual. La soledad recurrente y hostil. Ahora la historia transcurre al lado de una oficina salitrera. Volvemos a situarnos al norte de Chile, casi al borde de Bolivia. Un hombre, Domingo Zárate Vega, es durante 22 años el Cristo de Elqui. Un hombre de 40 años que deambula atizando a los explotadores y descreídos auténticas proclamas redentoras. De pueblo en pueblo su palabra aglutina a los que necesitan consuelo y esperanza. Los pobres, los tullidos y los mudos. Pero el cuadro no estaría completo si no se le sumara al infatigable mártir de los pecados del mundo la prostituta Magdalena. Contra lo que pudiera parecer, no estamos ante una parodia. Tampoco ante un dispendio de ironía y humor, aunque ambos existan en sus dosis imprescindibles. Domingo Zárate Vega se mete en la figura de un Cristo chileno que cree estar llamado a repetir en las salitreras la experiencia existencial y apostólica del fundador del Cristianismo. La resurrección es una cuestión capital en la interpretación del Cristianismo y en la investigación de la figura histórica de Jesucristo. Sin resurrección no hay fe, dicen unos; sin resurrección hay igual un hombre que viene al mundo a luchar por la justicia y la compasión, afirman otros. La figura de Magdalena tampoco es casual en la novela. Ningún evangelio afirma taxativamente que Magdalena haya sido una prostituta, aunque sí los hay que afirman que era una pecadora. En la novela de Hernán Rivera Letelier, su título y la presencia de Magdalena nos recuerdan que hay una teoría que atribuye la resurrección a la impresión que se llevó Magdalena al ver el cadáver de su maestro (¿o amante?). Una impresión real, probablemente la auténtica conmoción cristiana ante un cuerpo real, devino con el tiempo en relato. Desconozco los conocimientos bíblicos de Rivera Letelier. ¿Y si esta novela fuera también una relectura de Cristo? ¿Una relectura progresista de los Evangelios, una interpretación terrenal?
Encontré en El arte de la resurrección una fisura que su autor no atinó a disimular. La insistencia del narrador (me refiero a la voz que narra desde una ambigua tercera persona) en adjetivar a su protagonista de mil maneras posibles me reafirma en la creencia de que Rivera Letelier apuró la extensión de su novela. O calculó mal el dibujo de su héroe, que hubiera necesitado tal vez menos atributos barroquizantes y más densidad psicológica. Hernán Rivera Letelier ha escrito una buena novela. La idea de una especie de loco premeditado en el desierto, vociferando en nombre de Cristo su diagnóstico moral de la sociedad de su tiempo (los años cuarenta) y de todos los tiempos, tiene gancho novelístico y el autor chileno ha sabido explotarlo. Recuerdo siempre unas palabras de Harold Bloom: "Puede que Jesús fuera un enigma hasta para él mismo". ¿Y si Domingo Zárate Vega fuera él también un enigma? O el personaje que me parece que también se está mereciendo otra novela.
J. Ernesto Ayala-Dip - Publicado em Babelia / El País