Seis balas para Andy Warhol
Manuel Vicent
Una botella de cocacola, un bote de sopa, un billete de dólar, un revólver, la silla eléctrica, el rostro de Marilyn...
Ser ante todo visible y hacer del espíritu un buen envase exterior fue lo que aportó el inventor del pop-art al mundo del arte Inventó la frivolidad como una actitud estética ante la vida y dictaminó que la esencia de las cosas sólo está en los envases. Este creador fue Andy Warhol, nacido en Pittsburgh, Pennsylvania, en 1928, hijo de un minero del carbón, emigrante eslovaco. Después de bautizarse en el rito católico bizantino el niño a los 13 años obtuvo la enfermedad del baile de san Vito, que le forzaba a mover las cuatro extremidades de forma incontrolada. Proscrito por sus compañeros de colegio debido a su rara pigmentación de la piel, postrado en cama largo tiempo y protegido en exceso por su madre, el pequeño Andy sólo halló salida alimentándose de héroes del cómic y de prospectos con los rostros de Hollywood, una mitomanía de la que ya no se recuperó.
No importaba lo que había pintado, su verdadera creación eran aquellos extraños seres que se parecían sólo a sí mismos como tribu Tampoco está claro que superara el síndrome del baile de san Vito, si se tiene en cuenta que, instalado en 1949 en Nueva York, no paró de moverse el resto de su vida en medio de un cotarro frenético de aristócratas excéntricos, artistas loquinarios, bohemios, drogadictos, modelos y otras aves del paraíso a los que, como gurú de la modernidad, comenzó a otorgar a cada uno los 15 minutos de fama que les correspondían y por los que algunas de estas criaturas estaban dispuestas a morir y a matar, como así sucedió.
Al principio Andy Warhol se dedicó a la publicidad, a ilustrar revistas y a dibujar anuncios de zapatos, pero hubo un momento en que ante una botella de cocacola, un bote de sopa, un billete de dólar y el rostro de Marilyn tuvo una primera revelación. Pensó que ciertas figuras y productos comerciales eran los verdaderos iconos de la vida americana y había que introducirlos en el territorio sagrado de la cultura y del arte. El pop-art que acababa de inventar necesitaba un fundamento filosófico y todo gran desparpajo lanzó al mundo este manifiesto: la cocacola iguala a todos los humanos. "En América los millonarios compran esencialmente las mismas cosas que los pobres. Ningún dinero del mundo puede hacer que encuentres una cocacola mejor que la que está bebiéndose el mendigo en la esquina. Todas las cocacolas son la misma y todas son buenas. Liz Taylor lo sabe, el presidente los sabe, el mendigo lo sabe y tú lo sabes".
Su filosofía de la superficie de las cosas se presentó en sociedad en 1954, en una exposición de la galería Paul Bianchinni, en el Upper East Side, titulada El Supermercado Americano, montada como una tienda de comestibles con pinturas y pósters de sopas, carnes, pescados, frutas y refrescos, mezclados con esas mismas mercancías auténticas en los estantes. La diferencia estaba en el precio. Un bote de sopa valía dos dólares en la realidad y costaba dos mil en la representación. Hoy un dólar es un dólar, pero si el billete está pintado por Warhol vale en una subasta seis millones de dólares. Andy siguió añadiendo al arte más iconos de la vida americana, la silla eléctrica, el revólver, las cargas de la policía contra los manifestantes de los derechos humanos, los coches, los botes de sopa Campbell, los rostros de las celebridades de Hollywood, mientras a su alrededor se iba condensado un grupo de seres extraños, que eran mitad cuerpo humano real y el resto ficción o decoración. Todos revoloteaban alrededor de su estudio, la famosa Factoría, en la Calle 47 y la Séptima Avenida, empapelado por entero con papel de aluminio. El salto cualitativo lo dio este artista ante el caso extraordinario de una exposición de 1964 en Filadelfia cuando por un percance del transporte no llegaron a tiempo los cuadros a la galería para la inauguración. El público llenaba la sala con las paredes desnudas y Andy desde un altillo descubrió que aquel espacio se parecía a una pecera llena de crustáceos que se movían en un baile de san Vito, excitados unos por otros, como única fuente de energía. A nadie le importaban las pinturas. La expectación sólo la proporcionaba la presencia del artista rodeado de sus criaturas, a las que todo el mundo trataba de parecerse.
En ese momento tuvo Warhol su segunda revelación. La única forma de existir consistía en reflejarse en el espejo del otro. Si una cocacola o un bote de sopa Campbell es un icono americano, ¿por qué no puedo serlo yo? No importaba lo que había pintado, su verdadera creación eran aquellos extraños seres que había conseguido reunir entre cuatro paredes blancas y que no se parecían en nada al resto de los habitantes de Nueva York, sino sólo a sí mismos como tribu. El rostro blanco con polvos de arroz, adornada la cresta roja con plumas de marabú y el cuerpo anoréxico alicatado con cristales de colores, de esa tribu formaban parte Valerie Solanas, feminista radical, violada por su padre, perdida desde los 15 años como una mendiga por las calles de Manhattan, que había escrito un guión titulado Up your ass (Mételo por el culo); Edie Sedgwick, hija de un millonario californiano, nacida en un rancho de 3.000 acres, que desembarcó en Nueva York como modelo con toda su belleza anfetamínica, acogida por su abuela en un apartamento de 14 habitaciones en Park Avenue; la cantautora Nico, la actriz Viva, Gerard Malanga, Ultra Violet, Freddie Herko, Frangeline, el escritor John Giorno, el cineasta Jack Smith, el grupo de música The Velvet Underground, Lou Reed, las chicas del Chelsea y un resto de jovenzuelos sin nombre pintarrajeados que entraban y salían de La Factoría, muchos de ellos dedicados sólo a mear sobre unas planchas de cobre para conseguir con la oxidación de la orina unos matices insospechados en los grabados, a los que a veces se añadía mermelada de frambuesa, chocolate fundido y semen humano.
Era su parte en el cuarto de hora de fama. Esta frenética cabalgada hacia el vacío impulsada con películas underground, experimentos con drogas, sexo en los ascensores, gritos en la noche, sobredosis en los retretes, que constituía la modernidad de los años sesenta en Nueva York, terminó abruptamente cuando el 3 de junio de 1968 Valerie Solanas, pasada de rosca, entró en La Factoría dispuesta a que Warhol le devolviera el guión que le había entregado. No estaba dispuesto a rodarlo, le parecía demasiado obsceno, pero lo cierto es que lo había perdido. Mételo en el culo. Fue suficiente para que Valerie sacara un revólver, el mismo que el artista había pintado como icono, y le sirviera todo el cargador, seis balazos, uno de los cuales le atravesó el cuerpo y casi lo llevó a la sepultura, de la que fue rescatado después de una operación quirúrgica de cinco horas, cuyas cicatrices se convirtieron en un póster. "Tenía demasiado control sobre mi vida" -dijo Valerie en el juicio-. Pero la fama siempre encuentra a otro más famoso. Este hecho fue oscurecido por el asesinato de Robert Kennedy unos días después. Se acabó el baile de san Vito. Desde entonces Warhol parecía un hombre de cartón piedra, decían las aves del paraíso que revoloteaban sobre su peluca plateada. Por otra parte Edie Sedgwich también se había destruido. Una mañana apareció muerta en la cama ahíta de barbitúricos.
Sólo Basquiat, el negrito grafitero, rescatado por Warhol salió disparado hacia la gloria. Ser ante todo visible y hacer del espíritu un buen envase exterior fue lo que aportó Andy Warhol al mundo del arte. Por eso este artista diseñó también su funeral, celebrado en la iglesia bizantina del Espíritu Santo de Pittsburgh el 22 de febrero de 1987. Su féretro era de bronce macizo con cuatro asas de plata. Warhol llevaba puesto un traje negro de cachemira, una corbata estampada, una peluca plateada, gafas de sol con montura rosa, un pequeño breviario y una flor roja en las manos. Según las crónicas, en la fosa su amiga Paige Powell dejó caer un ejemplar de la revista Interview y una botella de perfume Beautiful de Estée Lauder. Pudo haber añadido un bote de sopa Campbell, un billete de dólar, una cocacola y un revólver. Toda América.
Manuel Vicent - Publicado em El País
Fachada de luz
Mana Bernardes - Luz - Instalação em luz envolvendo fachada de prédio de Prefeitura (Canoas RS Brasil), 2009/2010
O que vai passar na TV amanhã?
Roger Lerina
Como será a televisão do futuro?
Previsão não é meu forte – não consigo antever sequer minhas próximas férias. Mas, mesmo que eu fosse um Nostradamus, palpites sobre o que está por vir em assuntos tecnológicos costumam ter um prazo de validade muito curto – e qualquer prognóstico que eu faça aqui pode caducar antes mesmo da publicação do livro OS TELEVISIONÁRIOS. No entanto, é possível especular a respeito da televisão de amanhã sem necessariamente posar de profeta.
Um dos caminhos, por exemplo, é imaginar como você gostaria que a TV fosse daqui a, digamos, 15 anos. Dando uma boa polida na sua bola de cristal, dá pra arriscar alguma antevisão – e com certa tranqüilidade, se você tiver o bom senso de se deixar guiar pelas tendências anunciadas hoje.
Então vamos lá: em 2025, boa parte dos 8 bilhões de habitantes do planeta vai estar conectada em bandas de alta velocidade. E, ao que tudo indica, o telefone celular será também o televisor, o computador e o aparelho de som das pessoas. Isso quer dizer que, se quiser, você poderá ver tevê a qualquer hora em praticamente qualquer lugar.
Mais: ninguém vai precisar esperar um determinado horário pra ver o programa desejado – toda a grade de atrações das emissoras poderá ser acessada a qualquer momento. Em casa também toda essa informação (TV, internet, som, vídeo) vai estar conectada no mesmo sistema – o que, além de trazer facilidades, provavelmente vai também amplificar um problema doméstico já clássico: cada membro da família deverá ter seu próprio aparelho, sob pena de alguém que fique de fora dessa “inclusão digital” achar-se no direito de armar uma revolução em casa contra os próprios irmãos ou pais na pela posse do controle do equipamento...
Acho que podemos dar como certo ainda, nos próximos anos, uma interatividade do telespectador mais participativa do que apenas escolher a programação a qualquer hora, ou ver seus próprios vídeos exibidos em atrações da TV como programas de auditório e noticiários. Com as rapidíssimas conexões via fibra ótica e satélite que não param de aumentar em número e velocidade – a Alemanha, por exemplo, já cobriu 98% do seu território com banda larga de ao menos 1 MB –, qualquer cidadão poderá entrar ao vivo em um canal de TV de onde estiver, mostrando imagens de casa, acidentes, eventos esportivos e artísticos, desastres, entrevistas e o que mais as emissoras tiverem interesse. Aliás, o próprio conceito de “emissora televisiva” deve mudar bastante: como ocorre hoje na internet com a coexistência de grandes portais com blogs, fotologs, páginas pessoais e redes sociais, os canais de TV como nós conhecemos, mantidos por empresas de comunicação, dividirão (ciber)espaço e audiência com canais cuja programação pode ser totalmente produzida por gente comum com suas câmeras e celulares – algo como o YouTube e assemelhados, mas com um perfil mais parecido com o dos canais comunitários. Ainda em termos tecnológicos, a televisão em 3D será outro atrativo a ser popularizado em breve.
Da mesma forma que a indústria do cinema anda investindo pesado na terceira dimensão a fim de recuperar seu público, a TV vai na mesma direção – a ambição parece ser levar para a sala dos lares a sensação de realidade quase tátil de filmes como “Avatar”, projetada por monitores cada vez mais finos e maiores, lembrando as telas de cinema.
O futuro da TV como eu imagino, portanto, será excitante: na parede de casa em telões imensos ou na palma da mão em telinha de pequenos celulares em qualquer lugar, exibindo superproduções hollywoodianas em 3D ou uma pegadinha registrada no casamento da cunhada, transmitida por fibra ótica ou satélite, a televisão continuará sempre nos fascinando com suas imagens virtuais tão reais.
Roger Lerina – Especial sobre OS TELEVISIONÁRIOS (inédito) para o blog ARdoTEmpo
Imagem: Fotografia de Gilberto Perin, especial para ilustrar parte da capa de Os TeleVisionários, de Walmor Bergesch
Elogio da preguiça
João Ventura
Saint-Germain-des-Près foi para mim, durante os dois anos que vivi em Paris, o meu bairro artúrico (como a rua imaginada e percorrida por Rimbaud que, no final do seu trajecto, dava para o fim do mundo:«só pode ser o fim do mundo se avançarmos»), onde se concentrava toda uma mitografia que levei comigo, sedimentada nos lugares imaginados da minha atracção parisiense. Neste bairro, que naquele tempo me foi oferecido como um pequeno território secreto, tracei com passos repetidos uma cartografia pessoal feita de ruas estreitas, passagens cobertas, pequenas livrarias, galerias de arte, estúdios de cinema, cafés, um mercado de rua, pequenos jardins…
Era ainda o tempo em que, por exemplo, ao virar de uma esquina, podíamos encontrar os filhos do mundo que sonharam viver em Paris. Nesse tempo, era possível, invariavelmente depois 14h 30, hora a que fechavam as agências de emprego, cruzarmo-nos com Albert Cossery, o escritor egípcio que nos anos quarenta aqui desembarcara com pouco dinheiro e tendo como única bagagem uma selecção de contos, Os homens esquecidos de Deus, que Henry Miller acabava de publicar nos Estados Unidos e que o editor Edmond Charlot pretendia publicar em França. Não trazia outra ambição que não fosse a de escrever um livro de oito em oito anos, à média de uma frase por semana.
Na rua de Seine, que começa perpendicular à rua de Saint Sulpice e desce até ao quai Malaquais, no quarto 58 do hotel La Louisiane cujas janelas davam sobre uma mercearia - frequentado na época por Gréco, Sartre, Beauvoir, Mouloudji… -, escolheu Cossery o seu único lugar de escrita, o espelho perfeito de alguém que apenas pretendeu gozar a vida, o reflexo de uma obra que elegeu o dandismo indolente como processo de reflexão permanente, povoada por mendigos filósofos, ladrões magníficos e preguiçosos impenitentes. Como Gohar, Gala ou Ossama, as suas personagens rebeldes que cultivam a pobreza para não ter nada a perder, Cossery baniu da sua existência os bens mundanos e elegeu a preguiça como arte de vida e instrumento de resistência contra a vanidade dos seus contemporâneos: «Se eu tivesse guardado tudo o que me ofereceram, seria milionário. Quando Giacometti me dava um quadro, ele sabia que eu o venderia no dia seguinte. Isso permitia-me viver durante algum tempo».
Porque um quarto de hotel não é uma casa, só ali, sem casa nem carro a atestar a sua presença sobre a terra – apenas alguns livros de Dostoievski, Nietzsche, Stendhal, Baudelaire, Rimbaud, Thomas Mann… - Cossery se sentia livre, praticando a indolência e a meditação que os seus livros celebram. «Não se trata, pois, de preguiça. É tempo de reflexão. E quanto mais preguiçoso fores, mais tempo tens para reflectir. E é por isso que, no Oriente, isso se designa por filosofia oriental… A maior parte das pessoas tem tempo. Quanto mais se desce para sul, mais encontramos profetas, magos, pessoas que reflectiram sobre o mundo». E foi aí, nesse pequeno quarto de hotel na rua de Seine, que Cossery, iluminado pela gaia ciência de Nietzsche, escreveu com toda a ternura do mundo sobre as misérias insondáveis das vielas do Cairo, nos anos quarenta, cinquenta. Embora nunca mais tenha regressado ao Egipto – «O Egipto nunca me deixou» -reinventou-o mais verdadeiro que o verdadeiro, com os seus mendigos e altivos, desesperadamente pobres, preguiçosos e indolentes.
Terá sido em Paris que, talvez, me tenha cruzado um dia com este elegante profeta da contemplação, transportado dos cafés árabes do Cairo, onde a vida corria livremente, temperada com um pouco de haxixe. Claro que nos meus dias de Paris, Saint Germain já não era o que fora nos anos brasa de Cossery, embora a brasserie Lipp e todos os outros locais frequentados por Cossery ainda lá estivessem. Mas estava menos Cossery e, sobretudo, já não estavam os seus amigos, Camus, Genet, Louis Guillouxx, Mastroianni, Ferreri. Imaginei-o aí instalado com a sua corte, em frente dos azulejos do pai de Paul Fargue. Ou, no outro lado do boulevard, no Café de Flore. Ou sentado numa cadeira no Jardim do Luxembourg, observando a única coisa de que a sua língua viperina não poderia dizer mal, as árvores: «Eu não gosto do campo. Não posso dizer mal das árvores». Mas foi no Café de Flore, onde o procurei algumas vezes e por ironia nunca o encontrei que melhor o imaginei.
Nos anos oitenta, o Flore já tinha sido colonizado por uma fauna de turistas literatos nostálgicos que perscrutavam ansiosamente a mesa onde Sartre escreveu A náusea ou o canto onde Roland Barthes se refugiava a ler o Le Monde. Poucos procuravam a sombra de Cossery cuja existência ignoravam, e muito menos o seu estatuto de escritor deslocado, marcado pela heráldica do desapego e da indolência, e tão fora da gesticulação literária e mundana. Mas a mim, fascinava-me imaginar, no meio da clientela extravagante alheia ao literário, a figura aristocrática de Cossery contemplando a rua através da esplanada envidraçada do café, talvez meditando sobre o seu último livro que publicaria em 1999, As cores da infâmia, em que continuaria a denunciar implacavelmente «a face ignóbil e grotesca dos poderosos da terra», o que levou Henry Miller a afirmar que a sua obra era «uma surpresa total. É o género de livros que precedem as revoluções e engendra a revolução, se é que as palavras possuem algum poder».
Para mim que, recentemente, li quase de seguida alguns dos livros de Cossery [Mendigos e altivos, Mandriões do vale fértil, A violência e o escárnio, Uma conjura de saltimbancos, Os homens esquecidos de Deus, Uma ambição no deserto, As cores da infâmia, todos editados pela Antígona], as suas palavras sobre a gesta dos anti-heróis das ruas do Cairo, continuam a sinalizar as paragens do meu itinerário de leitura. Isto porque, tal como Ahmed Safra, o condutor de eléctricos de A casa da morte certa, que só se detinha nas paragens que lhe apetecia, também eu só me detenho em livros embebidos na tinta da vida e, por isso, capazes de agitar o pensamento.
João Ventura - Publicada no blog O leitor sem qualidades
Josafá
Um trem some na noite,
Já não sabes
O que nesta viagem
Te aconteceu.
O olho cego de Deus
Ilumina os campos nevados,
A brancura de nada saber
Te faz bem.
Moves-te
Num ventre de áspide,
Move-te a vontade de outrem.
Tua complacência viaja.
Tua complacência,
Uma fúria
Que o vagar das sombras
Enterneceu.
Não há tua história,
Tua estrela no peito, teus bens.
Há um rosto fixo e mudo.
Teu nome é ninguém.
© Mariana Ianelli (Inédito) - Treva Alvorada - Iluminuras, 2010
Cultura do automóvel
Leonardo Brant
Desisti do carro há quase 3 anos. A decisão veio acompanhada do desligamento do serviço de telefonia celular, da TV por assinatura e de uma reforma alimentar que eliminou produtos industrializados, carne, café e bebida alcoólica dos meus hábitos. Um processo de desintoxicação, que visava, acima de tudo, expurgar os males da civilização. Queria me proteger da sociedade de consumo – e do espetáculo.
Sob forte inspiração de Gandhi e influência direta de Lia Diskin, da Palas Athena, posso resumir minha busca numa palavra: práxis. O mal estar da pós-modernidade havia se materializado em mim de forma irreversível e concreta por meio da incoerência absurda entre o que penso e o que faço.
Weber já apontava para essa interdependência entre o nosso comportamento como gerador daquilo que nos aprisiona. “Somos assombrados pelos monstros que criamos”, reforça Edgar Morin referindo-se ao imaginário social construído pelas religiões e, sobretudo, pela mídia. Sair dessa lógica, no entanto, é bem mais difícil e complexo do que simplesmente abrir mão dos fetiches, dos instrumentos de representação – e de coerção – já arraigados nos modos de vida dessa sociedade.
Há duas semanas fui convidado a abrir um seminário sobre educação para o trânsito e mobilidade urbana, na Unicamp. Ali, tentei fazer uma conexão direta entre a cultura do automóvel e a indústria cultural. Parti da minha experiência pessoal, das mudanças provocadas no meu dia-a-dia, mas sobretudo pelo imbricamento entre o tecnologismo capitalista, aqui representado pelo automóvel, como seu símbolo supremo, e a cultura de consumo, exarcebada pela “sociedade do espetáculo”.
Parti de um diálogo entre a ideia de cultura, sua origem etimológica, explorada em meu novo livro, O Poder da Cultura, e a contraposição entre cultura matrística e cultura patriarcal proposta por Humerto Maturana, em Amar e Brincar, editado, não por acaso, pela Palas Athena. E a cultura do automóvel como uma espécie de síntese imagética dessa cultura patriarcal, baseada na competição, no status, na busca do poder, da distinção, da privatização do espaço público, e o consequente modelo de desenvolvimento decorrente dessa cultura.
Mesmo sendo o meio menos eficaz de locomoção no espaço urbano, o automóvel representa um dos maiores itens no orçamento familiar do brasileiro médio e um dos maiores custos para a sociedade, pois exige grandes investimentos de infraestrutura. Isso sem contar a conta ambiental e no sistema de saúde, já que o acidente de automóvel é uma das maiores causas de morte no mundo.
Mesmo assim constitui a base do nosso projeto desenvolvimentista, símbolo do governo JK, de Itamar e até mesmo de Lula, que utilizou o incentivo ao consumo de automóveis como um dos principais agentes provocadores da resistência do país à crise financeira. Ao mesmo tempo que estimulava o endividamento da família brasileira, aumentava os impostos da atividade cultural, que segundo pesquisas do próprio governo, gera mais empregos que a indústria automobilística.
Mas há também uma interdependência entre indústria cultura e do automóvel. Adorno nos deixou a seguinte provocação em seu clássico texto sobre “A Indústria Cultural” (1947):
A racionalidade técnica hoje é a racionalidade da própria dominação. Ela é o caráter compulsivo da sociedade alienada em si mesma. Os automóveis, as bombas e o cinema mantêm coeso o todo e chega o momento em que seu elemento nivelador mostra sua força na própria injustiça a qual servia. Por enquanto, a técnica da indústria cultural levou apenas à padronização e à produção em série, sacrificando o que fazia a diferença entre a lógica da obra e a do sistema social.
A competição, o individualismo, a busca de status, a opção pelos grandes amontoados urbanos e a consequente exclusão das vias de acesso àqueles que não possuem automóveis, são urgências do homem civilizado contemporâneo. A busca incessante por informação, o acúmulo do know-how, a via expressa. O carro potente, veloz, automático, seguro, confortável, tornou-se uma espécie armadura que protege o “homem de bem” das inseguranças do século XXI.
A via asfaltada, a velocidade, a pressa, são necessidades contemporâneas fabricadas por nosso modelo civilizacional. O automóvel torna-se o fetiche supremo, uma espécie de falos coletivo que move, como nenhum outro objeto, em direção ao abismo dos sentidos.
Vivemos num vácuo de significados. O ato do consumo nos conforta, nos dá a segurança e a autoconfiança para continuarmos em frente, fazendo aquilo tudo que já não acreditamos, mas já não temos força ou uma nova utopia que nos redirecione.
O único antídoto que eu conheço para esse vazio é preenchê-lo com arte e cultura. Da boa e também da ruim. Daquilo que eu gosto e do que eu duvido. Um pouco também daquilo que só os loucos, os sonhadores e atrevidos têm condição de nos mostrar.
Enquanto for presa fácil dos meios de comunicação, com sua publicidade e o seu marketing, e da cultura oficial, com demagogia e populismo crescentes, o cidadão, de bem ou do mal, só verá esse vazio aumentar. E gerar os desequilíbrios e distúrbios imaginários que vivemos atualmente.
Seis meses depois religuei o celular; hoje utilizo o automóvel da minha companheira em situações específicas, uma ou duas vezes por semana; bebo moderadamente e estou em busca de uma clínica de reabilitação para viciados em cultura e café. Se alguém aí souber, por favor me avisa!
Leonardo Brant
Porto Alegre e seu rio
Gilberto Perin - Porto Alegre em abril - Fotografia (Porto Alegre RS Brasil), 2010
Palavra
Escultura / Instalação
Joana Vasconcelos - O Sapato - Escultura/ Instalação realizada com panelas e tampas de aço inox (Lisboa Portugal), 2009
Imagem do blog Da Literatura
Voz de prisão ao papa
Ivan Lessa
E no oitavo dia Deus criou Richard Dawkins. Sendo que Richard Dawkins viu que isso era bom e logo se declarou o maior ateísta vivo.
Em suas peregrinações, Richard Dawkins, além de professor para a Compreensão Pública da Ciência, na Universidade de Oxford, tornou-se afamado etologista, biólogo evolucionário e divulgador científico, além de ser tido como um dos mais importantes acadêmicos britânicos. Dawkins insiste no fato de que religião, criacionismo e tudo aquilo que se assemelhe a uma ou outra coisa é pura “pseudociência”. Seu livro, A Ilusão de Deus, vendeu milhões de exemplares e qualquer coisa que tenha uma “inteligência superior” a designar e criar nossos destinos é prontamente atacada por ele em texto mais que virulento.
Richard Dawkins agora está nas primeiras páginas dos jornais, pois se há uma coisa em que ele acredita piamente, se assim se pode dizer, é no poder da imprensa. Juntamente com o jornalista britânico expatriado para os Estados Unidos Christopher Hitchens, Dawkins veio a público – mas muito público mesmo – para anunciar que, no decorrer da já marcada visita do papa Bento 16 às cidades de Glasgow e Cantuária, nestas ilhas, em setembro próximo, o Sumo Pontífice receberá voz de prisão, conforme divulgou o advogado de ambos os ateístas, Mark Stephens.
“Teje preso, seu papa!”, dirá Dawkins? Que argumentou ainda que, do ponto de vista jurídico, o papa não tem direito à proteção oferecida a outros soberanos em visita a este país, uma vez que a estada papal é classificada como estatal e o papa não é um chefe de estado reconhecido pelas Nações Unidas. Trata-se do mesmo raciocínio e princípio legal que levou o ex-ditador chileno Augusto Pinochet a ser preso quando de sua passagem pelo Reino Unido em 1998.
Causa da prisão, segundo a dupla e seu advogado: o papa teria acobertado os crimes de abuso sexual ocorridos dentro da Igreja Católica. Pedofilia desenfreada, para tratar do assunto, digamos assim, sem papas na língua.
No fim de semana que passou, o Papa se viu envolvido em nova controvérsia em vista da divulgação de uma carta, por ele assinada, em que, no ano de 1985, manifestava-se contra a excomunhão de um padre norte-americano que teria cometido violências sexuais contra dois meninos. À época, o papa estava encarregado da Congregação para a Doutrina da Fé (que já teve, há um bom tempo, o nome de Suprema e Sacra Consagração da Inquisição Universal), que, justamente, lida com casos de abusos sexuais.
Christopher Hitchens, autor de um livro muito popular intitulado Deus Não é Grande, declarou que o Papa “não se encontra nem acima nem fora do alcance da lei. A supressão institucionalizada de estupro infantil é um crime diante de qualquer lei e exige algo mais que uma cerimônia pública de arrependimento ou pagamentos financiados pela Igreja: exige justiça e punição.”
Acrescentou ainda Mark Stephens, o advogado de ambos ativistas ateus: “Os tribunais examinarão as reivindicações de imunidade. No meu entender, no entanto, acredito que um tribunal inglês as rejeitará.”
Richard Dawkins, no domingo passado, lá estava na primeira página de mais de um jornal: “Eu vou prender o papa”.
O Vaticano, até o momento em que estas linhas foram batidas, não respondera e a visita continua de pé.
Ivan Lessa - Publicado no blog BBC Brasil
Crônica de muito amor
António Lobo Antunes
O João trouxe-me um Santo António pequenino de Pádua: comoveu-me que se tivesse lembrado de mim. Na minha família não se fala de mariquices mas, de vez em quando, há gestos destes, de ternura escondida, como quem não quer a coisa. Deve-se gostar das pessoas sem lhes mostrar. Deve-se gostar das pessoas sem lhes mostrar? Pelo menos entre nós é assim: não há elogios, não há censuras, raramente há perguntas. Para quê? Há um estar ali que é já tanto. Diz-se sem as palavras e percebe-se que se diz e o que se diz porque o clima, não sei explicar de outra maneira, se torna diferente. Não falamos do que cada um faz: a gente sabe. Do que cada um sente: a gente sabe. Não se fala do sofrimento, não se fala da alegria: a gente conhece. É melhor desta forma. Uma única ocasião o meu pai fez-me uma confidência, sacudiu-a logo com a mão
- Chega de pieguices
e alegrou-me que se penitenciasse por transgredir as regras. Não há efusões, não há gestos e, no entanto, as efusões e os gestos estão lá. Quem souber ver que veja, quem não souber é porque não pertence à tribo. Não há lamentos: porque é que hei-de lamentar a minha sorte, interrogava o grego. Não há censuras, não há críticas, salvo em ocasiões muito, mas mesmo muito, especiais. O Zé Cardoso Pires percebia isto
- Vocês estão muito ligados
disse-me um dia, e mudou logo de paleio.
- Nenhum escritor gosta de falar do que escreve
afirmava ele. E, realmente, nunca falámos um ao outro do que escrevíamos. Quase todos os dias conversávamos mas não se tocava nesse assunto. Quando muito
- Estás a trabalhar?
e acabou-se. Ou
- Não estou a trabalhar
e acabou-se. Uma tarde telefonou-me
- É para te dar os parabéns porque ganhei um prémio
desviou logo o assunto e isto é o cúmulo da amizade. Foram os parabéns que, até hoje, mais prazer me deram. Até as nossas dedicatórias mútuas eram secas: Para o António do Zé, Para o Zé do António e um rectângulo à volta, a cercar as palavras, a fechá-las lá dentro. O rectângulo, claro, era o mais importante, e o que estava naqueles quatro riscos, meu Deus. Maior elogio mútuo
- Belo livro
maior crítica mútua: silêncio dentro de um soslaio breve. Não, maior elogio:
- Posso ser amigo de um médico, de um engenheiro, de um pedreiro. Para ser amigo de um artista tenho que admirá-lo.
Passeávamos de braço dado na rua. Com o meu irmão Pedro, por exemplo, darmos o braço é fazermos chichi juntos, no escuro, junto à cascata do jardim dos meus pais, com um comentário sobre o jacto respectivo. Depois sacudirmos os pingos ao mesmo tempo porque a pila não sabe fungar. Então abotoamo-nos e cada um vai para o seu lado, em silêncio. Deve ser difícil as mulheres entenderem isto mas, para os homens, fazer chichi lado a lado, ao ar livre, é sinal de amizade, a olharmos para baixo, cheios de duplos queixos. Tanto che che che nesta frase. Fazer chichi na rua é um dos meus prazeres, devo ter sido cachorro noutra encarnação. Detesto urinóis, retretes: haverá alguma coisa que se compare à exaltação de mijar contra uma parede? Às vezes, a seguir ao jantar, digo ao Pedro
- Já mijaste?
sabendo que ele estava à minha espera para essa celebração da cumplicidade. Nem que sejam três gotas faz-se um esforço. Vemos as árvores, vemos o muro, não nos vemos um ao outro mas estamos ali. Nem quero pensar na ideia de fazer chichi sozinho. No fim pergunta-se
- Como é que estás?
sabendo que o parceiro se cala. Depois cada um no seu carro, sem mais palavras. Um atrás do outro e, a certa altura, separamo-nos, com um sentimentozito de despedida que custa. Quer dizer não custa assim tanto, custa um bocadinho e passa. Eu vou fazer redacções, ele vai fazer não sei o quê: pouco importa. Importa que durante uns momentos estivemos juntos. Agora interrompi esta crónica porque fui lá dentro espreitar o Santo António antes de lhe pôr o ponto final. Que pena um ponto final ser tão pequenino.
António Lobo Antunes
Mario Castello - Antes do espetáculo - Fotografia (São Paulo SP Brasil)
OS TELEVISIONÁRIOS
Madeira-Mamoré
Mario Castello - A locomotiva (Madeira-Mamoré) - Fotografia (Porto Velho RO Brasil), 2010
Três Coroas
Gilberto Perin - Ritual budista em Três Coroas - Fotografia (Três Coroas RS Brasil). 2010
Centro de São Paulo, Brasil
Itaci Batista - São Paulo, Liberdade - Fotografia (São Paulo SP Brasil), 2010