Sexta-feira, 24.02.12

Tempo em que os blogs estavam na moda

Los viejos blogueros nunca mueren

 

Enrique Vila-Matas

 

Me acuerdo de los gorros tipo Davy Crockett, y de cuando todo era Davy Crockett por aquí y Davy Crockett por allá”, leo en el libro que Joe Brainard dedicó a sus recuerdos. Si un día me propusiera abordar los míos, empezaría así: “Me acuerdo de Internet”.

 

Y es que han pasado sólo once años desde que los ordenadores cambiaron mis hábitos, pero tengo la impresión de que han transcurrido muchísimos más. Me acuerdo de cuando los blogs estaban de moda. Después, Facebook y Twitter los fueron arrinconando, aunque algunos de ellos, como Vano oficio (Ivan Thays) o el tan justamente célebre El lamento de Portnoy (Javier Avilés), mantienen intactos su interés. En su último post, Avilés cita una entrada de Rango finito (Javier Moreno), que comenta el problema creado por el uso generalizado de las redes sociales: entre unas y otras han logrado que disminuyan el número de enlaces entre blogs y, por consiguiente, que se contraiga el contenido en la Red.

 

Son los propios blogueros quienes están haciendo que el dinámico entramado de la Red que les unía sea cada vez más débil. Y es que los enlaces en las redes sociales no sólo tienen ahí una permanencia fugaz, sino que, además, no generan contenido dentro de Internet, ya que son obviados por los buscadores.

 

Es curioso: creíamos que Internet era un lugar temible para la calidad literaria y ahora incluso añoramos la antigua pujanza de los enlaces y contenidos de los blogs. En todo caso, los mejores resisten.

 

El lamento de Portnoy se vale de su comentario sobre la caída bloguera para crear nuevos vínculos. “Es evidente que este post pretende generar enlaces y contenido”, dice Avilés alias Portnoy. Y conecta conBolmangani, blog que en su entrada del 10 de febrero ofrece, en traducción de Jose Luis Amores, el prólogo a The novel, an alternative history, libro de Steven Moore donde se ensalza a la “literatura de la dificultad” (o de la complejidad) y se arremete “contra la estrechez de miras de los Myers, Peck y Franzen, defensores de la historia estándar del género de la novela”.

 

Podremos estar de acuerdo o no con la embestida, pero el prólogo de Moore es interesante. Para él, “todos los desarrollos significativos en nuestra historia cósmica” pueden verse como saltos hacia nuevos niveles de complejidad. Y se acuerda de cuando los Beatles lanzaron Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band y hubo quienes criticaron la irrupción de la complejidad en las canciones del grupo. Moore se plantea si los Beatles, de haberse atascado en su simpleza inicial, serían los iconos culturales de ahora.

 

Dado que hasta los fans más antiguos aplaudieron la evolución del grupo, se pregunta también por qué a los autores literarios no se les ha permitido lo mismo que a los músicos pop. ¿Por qué, por ejemplo, se vapuleó tanto a Joyce por haber intentado ir de Dublineses hasta Finnegans Wake? Me ha parecido que Moore no contempla que se pueda evolucionar a la inversa, es decir, la llamada “innovación anacrónica”. Pero creo que en el fondo su escritura, tan deliberadamente legible, entrevé que sólo se puede renovar con eficacia la narrativa reformándola con gran paciencia desde dentro (“¡Pero muy ligeramente! Porque si te pasas, caes en el gran error, ¿no es así?”, decía Céline).

 

Por mi parte, me siento próximo a este estilo de renovación, aunque entiendo que no hay ninguno que posea la fórmula perfecta. Tal vez en todo esto una sola certeza: el ensayo de Moore habla en realidad de temas muy habituales en nuestros blogs más activos, plantea dilemas que históricamente han sido centrales en ellos. Dilemas en los que el tenso diálogo entre lo convencional y lo supuestamente nuevo ha dado siempre gran variedad de ideas y enlaces. Y un cierto heroísmo cotidiano. La leyenda dice que los grandes blogueros llevan siempre las botas puestas.

 

Enrique Vila-Matas 

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Domingo, 12.02.12

A utilidade misteriosa

Lo moderno

 

Enrique Vila-Matas

 

"Hay que ser absolutamente moderno”, dijo Rimbaud. Y siglo y medio después sufrimos aún las consecuencias. Esa frase, además de intimidatoria, comenta Calasso en La Folie Baudelaire, ha dejado innumerables víctimas, numerosos “escritores con frecuencia mediocres, pero decididos a todo, con tal de seguir la consigna de lo que los había cegado”.

 

En los últimos tiempos recibimos noticia constante de gente no consciente de que de nada sirve que sean ellos mismos quienes digan que son innovadores, pues a la larga, si son revolucionarios o tecnoplastas, lo habrá de juzgar el digital tribunal del tiempo, siempre implacable.

 

Dickens o Kafka nunca presumieron de cambiar la historia de la literatura ni la historia de nada y sin embargo la cambiaron. Es una prueba de que para transformarla no se necesita ir vestido al último grito. El futurista Julien Gaul presumió de ponerlo todo patas arriba y hoy nadie le recuerda. Si mi generación murió de Thomas Bernhard, algunos sectores de las siguientes van camino de asfixiarse de tanta pesadez, inercia y opacidad del mundo que se adhiere a la escritura de sus campanudos teóricos de lo nuevo.

 

En su momento, solo Baudelaire estuvo a la altura de las circunstancias y quizás por eso hoy es el único moderno que no nos parece anticuado. Brummell nos enseñó que la cumbre de la elegancia es la “simplicidad absoluta”. Y Baudelaire que la modernidad máxima se alcanza no siendo moderno y limitándose uno a aborrecer el movimiento interno del mundo en el que vive, aunque reconociéndole una “utilidad misteriosa”.

 

De hecho, la revolución de Baudelaire, sugiere Calasso, fue de carácter “conservador”. Baudelaire había leído a Joseph de Maistre y a Chateaubriand, y de ellos aprendió, como ha escrito Christopher Domínguez Michael, “el secreto de la innovación anacrónica, la capacidad de traducir aquello que parece provenir de una lengua muerta”. De hecho, mentalmente, fue más fiel al pintor Ingres y a la Edad Media que al romántico Delacroix.

 

Y no puede decirse que teorizara demasiado sobre la modernidad, más bien buscó averiguar su esencia, aislarla como elemento químico, registrar el peculiar, incesante bramido nervioso que la corroía y exaltaba desde siempre. No la leyenda de los siglos, sino la leyenda del instante, en su volatilidad precariedad; la leyenda de un presente que percibía que cada vez comunicaba más con la decadencia y el vacío. Y en el vacío, ya es sabido, siempre acaba uno topándose con algún célebre desconocido.

 

Un día, le mostraron a Baudelaire un fetiche africano, una pequeña cabeza monstruosa tallada en un trozo de madera por un pobre negro. “Es realmente fea”, le dijo alguien. “¡Cuidado!, dijo él, inquieto. “¡Podría ser el verdadero Dios!.

 

En la última página de La Folie Baudelaire (Anagrama, excelente traducción de Edgardo Dobry), en la descripción de un instante, Calasso parece apresar el secreto de “la innovación anacrónica” y la estremecedora y verdadera índole de lo moderno: “El rumor continuo de los troncos cayendo sobre el empedrado de los patios. Eran descargados de las carretas, casa por casa, ante la inminencia del frío. La leña cae al suelo y anuncia el invierno. Baudelaire vela. No tiene necesidad de ninguna otra cosa que no sea ese sonido, sordo, repetido…”.

 

Casi oímos ahí, mezclada con la caída ahogada de los leños, la laboriosa respiración del poeta ante el invierno. Baudelaire vela y se prepara para escribir —con el nervio de su elegante simplicidad absoluta— unos versos que hoy son leyenda, pero también —por pertenecer a nuestro más rabioso y patético presente— lo más moderno que uno puede leer en estos días en los que comprobamos que nada es nuevo y todo se repite trágicamente en el incesante bramido que nos exalta desde siempre: “Escucho temblando cada tronco que cae. El patíbulo que erigen no tiene eco más sordo”.

 

Enrique Vila-Matas

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Quarta-feira, 21.12.11

"Para isso, não há porquê"

El naufragio por excelencia

 

Enrique Vila-Matas

 

 

 

Simon Leys, autor medio secreto que vive en Australia desde hace cuatro décadas, elabora una crónica intensa y mínima del hundimiento del Batavia en 1629 que revela cómo lo peor puede llegar después de las zozobras, las catástrofes y las crisis. Tras ellas, puede encontrarse al otro lado de la puerta algo aún ligeramente más infame: el tiempo del horror.

 

Leí hace ocho años las escasas noventa páginas de Les naufragés du Batavia, de Simon Leys. Y recuerdo haber pensado, de entrada, que su breve Advertencia preliminar encajaría en la antología más exigente de prólogos mínimos de toda la historia. En cuanto al libro, me admiró por su sobria capacidad de síntesis y por las dosis de sabiduría extraña en cada línea. Releerlo en su reciente traducción al castellano me ha permitido reencontrarme con esta intensa y casi inverosímil (parece más bien un guion de Hollywood, pero lo asombroso es que todo ocurrió verdaderamente) crónica del más famoso naufragio del siglo XVII. Del naufragio y del estado de terror que siguió a éste.

 

El del Batavia me parece el naufragio por excelencia, precisamente porque nos indica que las zozobras, crisis y catástrofes son eso, zozobras, crisis y catástrofes, pero lo peor puede venir después.

 

En estos tiempos en los que con extraña constancia, sin el menor desfallecimiento, las noticias financieras de cada día se muestran ensimismadas en la ya casi complaciente descripción del naufragio general, bueno es recordar que no todo termina en una crisis recurrente y que a veces puede encontrarse al otro lado de la puerta algo aún ligeramente más infame: el tiempo del horror. Ell hundimiento de este barco holandés se produjo en 1629 y fue sin duda el desastre marítimo más sonado hasta el hundimiento del Titanic tres siglos después.

 

El Batavia chocó con un arrecife de los Houtman Abrolhos, a un centenar de kilómetros mar adentro del continente australiano. Los casi trescientos supervivientes del naufragio, refugiados en cuatro islotes, fueron cayendo en los días siguientes bajo la tiranía de uno de ellos, un psicópata llamado Cornelisz, amigo del pintor Torrentius (de quien se conserva sólo un cuadro, una pintura que se encuentra en Ámsterdam y que es de una perfección inquietante).

 

El imprevisto tirano, ayudado por algunos compinches de poca monta, se dedicó a instaurar un régimen de terror y a masacrar a los otros náufragos de manera progresiva y metódica. Meses más tarde, cuando ya había acabado con dos tercios de sus infelices rehenes, vio interrumpida su criminalidad por la inesperada aparición de una vela blanca en el horizonte, la providencial llegada de un navío de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, empresa propietaria de la nave, un barco mandado desde Java para auxiliar a los náufragos.

 

En los crímenes de Cornelisz se instaló desde el primer momento una alucinante gratuidad, que no vino más que a confirmar que la arbitrariedad misma constituye la esencia eficaz y sin apelación de todo Terror.

 

En el siglo pasado, nos dice Leys, nadie corroboró mejor esto que los verdugos de Auschwitz que, al ser preguntados por los inocentes que conducían a la muerte, respondían: "Para esto no hay un porqué".

 

Simon Leys (Bruselas, 1935) seudónimo de Pierre Ryckmans, estudió en la Universidad de Lovaina y luego se fue a Taiwán a estudiar literatura y arte chinos. Desde los años setenta vive en Australia. Se le puede leer con frecuencia en Le Magazine Littéraire y en The New York Review of Books, y es uno de esos autores medio secretos que, de recibir algún día el Premio Nobel, se convertiría en el clásico premiado que deja fuera de juego a toda esa comunidad mediática internacional que apuesta todos los años por los mismos e inconmovibles no laureados de siempre.

 

En su genial Advertencia preliminar de Los náufragos del Batavia nos revela Leys que durante una infinidad de años estuvo preparándose a fondo para escribir un libro sobre la mítica catástrofe y nos pregunta: "¿Se os ha ocurrido una idea magnífica con la que soñáis escribir un libro? No corráis en llevarla a la práctica; no hace falta, pues podéis estar seguros de que, tarde o temprano, a algún otro se le ocurrirá la misma idea... y hará de ella un uso perfecto".

 

Durante 18 años Simon Leys acarició ese proyecto de escribir la historia de los náufragos del Batavia. Coleccionó casi todo lo que se publicaba sobre el asunto; luego pasó una temporada en las islas Houtman Abrolhos, emplazamiento del naufragio; se alojó casualmente en la zona donde en el siglo XVII tuvo lugar la masacre sistemática de náufragos y hasta vio el esqueleto de alguno. A lo largo de los años continuó acumulando notas, pero sin decidirse nunca a escribir la primera página de esa famosa obra en gestación que en la imaginación de sus amigos comenzó a adquirir poco a poco una dimensión mítica. De tiempo en tiempo, se enteraba de que había salido un nuevo libro sobre su asunto: "Me entraba un sudor frío, y corría a por ese libro temblando. Pero no, no era más que una falsa alarma; no tardaba en darme cuenta, con alivio, de que el autor había errado una vez más su objetivo, lo que reforzaba mi falso sentimiento de seguridad".

 

Hasta que un día apareció el libro de Mike Dash sobre el naufragio, un libro perfecto. Con La tragedia del Batavia (Lumen, 2003), Dash dio en la diana y teóricamente no le quedó a Leys ya nada que decir, por lo que guardó toda la documentación y notas acumuladas a lo largo de 18 años y al final optó por publicar sólo las casi noventa páginas de su "modesto" Los náufragos del Batavia con la única intención de que éstas "pudieran inspirar el deseo de leer el gran libro de Dash".

 

Así pues, el libro de Leys es la crónica en la que explica por qué no escribirá la novela sobre aquel naufragio maldito y siniestro. Me ha recordado a Marcel Bénabou que en Por qué no he escrito ninguno de mis libros dice saber muy bien cómo habría podido tratar todos los grandes temas a los que renunció: "Habría disfrutado anegándolos en la abundancia, en la exuberancia, en la opulencia y la profusión de un vocabulario selecto, sin temor al exceso ni a la plétora, al desbordamiento ni a la redundancia...".

 

Casi contengo la risa cada vez que leo estos párrafos de Bénabou que me hacen recordar al Eclesiastés: "Ten presente que hacer libros es una tarea que no tiene fin y que mucho estudiar fatiga el cuerpo". Sin duda, la sabiduría china de Simon Leys le llevó a escribir este modesto y mínimo libro a modo sólo de introducción al gran libro de Dash, cuya lectura, dicho sea de paso, podemos retrasar todo el tiempo que queramos después de haber leído la impresionante síntesis de la historia que nos ofrece Leys, síntesis que parece corroborar la creencia borgiana de que si una historia la podemos contar en pocas líneas no es necesario que escribamos una novela entera. No quiero ni imaginar lo que sería una síntesis, por ejemplo, de la tetralogía de Ruiz Zafón. En manos del jíbaro Leys sería una obra de arte.

 

Y en fin. Estoy seguro de que nadie ya nunca podrá sintetizar mejor en tan pocas páginas la historia de terror que siguió al naufragio del buque holandés, una historia que hacia el final nos habla de esa determinación desesperada que se apodera a veces de la gente honrada cuando un agresor injusto les fuerza a batirse para defender su vida. Quizás sea porque nos recuerda donde estamos, pero también el estado general de terror en el que al menor descuido podríamos caer, el libro de Leys parece estar ahí, a nuestra disposición, por si en algún momento quisiéramos considerar que tiene algo de barco de Java, sobradamente capaz de acudir a socorrernos con su vela blanca.

 

Enrique Vila-Matas

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Sábado, 17.09.11

A realidade, bem falsa e perversa

Algo por lo que recordarme (Saul Bellow)

 

Enrique Vila-Matas


Cada día convivimos más con el ruido de fondo de crisis económicas, invasiones de países árabes, sorpresas de grandes gigantes farmacéuticos, reclamos de la industria del automóvil, tortugas Ninja, crímenes horrendos, pavorosos terremotos devastadores, Bolsas europeas que caen y caen y vuelven a caer, episodios de estupidez humana transmitidos día tras día como si fueran una serie televisiva sin guionista. En semejante ambiente nuestra agitada vida de víctimas de lo mediático nos recuerda a un fragmento irónico de El caballero inexistente de Italo Calvino: "Debéis disculpar: somos muchachas del campo (...) fuera de funciones religiosas, triduos, novenas, trabajos en el campo, trillas, vendimias, fustigaciones de siervos, incestos, incendios, ahorcamientos, invasiones de ejércitos, saqueos, violaciones, pestilencias, no hemos visto nada".

 

Es difícil en estas circunstancias de información masiva reparar en algo tan antiguo como una buena historia de ficción. Nos da la impresión de que no tenemos tiempo para atender a ella. No en vano hay un escaparate infinito en las nubes con todos los grandes libros olvidados. Pero aun así, a pesar de situación tan difícil para los buenos libros, ¿hay que empujar a los escritores a que emparenten sus ficciones con los mil y un asuntos que baraja el gran espectáculo mediático?

 

No es una pregunta extravagante. Entre tantas incertezas, una certitud parece que está arraigando peligrosamente entre nosotros: no se concibe una novela recién publicada que no permita un titular de prensa ligado a la más rabiosa actualidad periodística. Para entendernos: hoy en día los movimientos de la conciencia de un anodino ciudadano portugués de la época del dictador Salazar no tendrían cabida como noticia relacionada con la aparición de un libro, salvo que se la pudiera relacionar con el último rescate económico de Portugal, o algo por el estilo. Por eso quizá hay tantos periodistas que, en su búsqueda desesperada del titular, no quieren admitir que una novela pueda estar estricta y únicamente vinculada al mundo de la ficción, lo que, dicho sea de paso, en realidad no deja de ser lo más normal del mundo, puesto que ficción y vida se repelen, esa al menos es mi experiencia.

 

John Banville (en una divertida entrevista con Mauricio Montiel que no desentonaría en Dublineses, de Joyce) dice haber descubierto que jamás se puede mezclar ficción y realidad, pues cuando uno trata de insertar en la ficción nociones directas, nociones científicas, no encajan por ningún motivo: "Aún no comprendo cuál es el proceso, pero es como someterse a un trasplante de hígado: el cuerpo lo rechaza. La ficción, al menos la mía, repudia las ideas tomadas directamente del mundo". Todo esto me recuerda que cuando uno comienza a escribir cree que es posible expresar la realidad. Si ha nacido en territorio español, todavía lo cree más, porque aquí en literatura todo el mundo es realista. Sin embargo, creo que lleva un cierto tiempo aprender, descubrir que lo único que se puede hacer es fabricar una realidad alterna y esperar que de alguna forma reproduzca, o parezca reproducir, la vida tal como la vivimos.

 

Esta infantil frase de Banville la suscribo con entusiasmo: "El arte no es para nada la vida, sólo se le parece". Aunque nos encontremos ante la novela más realista de la historia, esa realidad nunca puede ser la famosa realidad. Es algo tan simple como discutido hoy en día por algo más de la mitad de las mejores mentes de mi generación. Qué se le va a hacer. Lo mismo digo sobre la cuestión de los millones de novelas y el escaparate infinito de los grandes libros olvidados. ¿Qué hacer ante semejante drama? Queda, de entrada, el consuelo de saber que nuestra conciencia es inmensamente más grande que todo el espacio mental que creen abarcar los responsables del gran lavado de cerebro colectivo. Porque en realidad el gigantesco espacio del Gran Lavado jamás podrá competir con todo aquello que es capaz de percibir, en su espacio natural de libertad, una conciencia humana. Todavía nos quedan, creo, focos de libertad en nuestras mentes, los suficientes para tratar de escapar de la banal representación sin tregua del gran teatro de Oklahoma.

 

Y sirva esto, de paso, para decir que sospecho que ese secreto éxodo trágico, esa gran huida del terror mediático, se está convirtiendo en la verdadera odisea moderna y que alguien debería novelarla, porque a fin de cuentas es tan sigilosa como apasionante. Ayer, por cierto, releí la odisea tan singular que narra Bellow en Algo por lo que recordarme, relato perfecto, incluido en la gran antología de sus cuentos. El argumento es algo complejo pero, a grandes rasgos, trata de un narrador, ya viejo, que recuerda un solo día de su adolescencia, en el Chicago de la Depresión.

 

En el día que recuerda y que sabe que no olvidará nunca, una mujer le atrajo hasta su dormitorio, y una vez allí huyó dejándole desnudo, pues para robarle tiró toda su ropa (incluso el libro religioso que él estaba leyendo tan religiosamente) por la ventana. Le tocó entonces volver a su casa, a una hora de distancia, atravesando el helado Chicago. Su odisea, cuando hubo conseguido que le prestaran unos harapos para el regreso, incluyó la idea de volver a comprar el libro - sagrado para él - que le habían robado. Pero, eso sí, para volver a comprarlo tenía que robar a su madre, que escondía su dinero en otro libro sagrado. Según el crítico Robin Seymour, esta historia que no pierde de vista el carácter sagrado de las escrituras que meditan sobre el mundo sitúa en primer plano preguntas que deberíamos hacernos más a menudo; preguntas tan profanas como religiosas, preguntas a nuestra conciencia. ¿Cuáles son los días de nuestra vida que no olvidamos y por qué los recordamos siempre? ¿Cuáles fueron nuestros días de conmoción y reflexión? ¿Cuántas veces recordamos que la actividad de la lectura puede tener un carácter profano o religioso, pero en cualquier caso sagrado?

 

Llevo escritas 981 palabras y me temo que no conseguiré el efecto de brevedad que pretendía ofrecer en esta divagación literaria que seguramente, por falta de espacio (menuda contrariedad, incluso para el escritor de brevedades), se dirige hacia el final. Pero da igual, voy a terminar, no importa que me sienta como un fardo que tuviera toda una eternidad para arrepentirse de su escasa capacidad para la rapidez. Ahora recuerdo que Bellow, en el divertido epílogo que escribió para su antología de cuentos, sugiere combatir la invisibilidad de los libros incorporando la brevedad a ellos. Cita a Chéjov, por supuesto, y aquella frase maravillosa en su diario: "Es extraño, ahora me ha entrado la manía de la brevedad. De todo lo que leo -obras mías y de otras personas- nada me parece lo suficientemente breve". Y luego se acuerda Bellow de un sabio japonés que recomendaba a sus alumnos la mayor brevedad posible y que me ha hecho pensar en un sabio chino que solía decir que hay que hacer rápido lo que no nos corre ninguna prisa y así poder hacer lentamente lo que urge. Se acuerda también Bellow de un clérigo inglés del XIX, un tal Smith, que sólo sabía decir: "¡Opiniones cortas, por Dios, opiniones cortas!".

 

En efecto, la brevedad puede ser una solución para, con sentido del humor, resistir los embates de lo extraliterario. En lo último que hay que caer, por otra parte, es en aquello en lo que cayera una destacada dama de las letras inglesas el día en que la vimos hojear enojada en Segovia el periódico en la mesa de un café y quejarse de pronto: "No hay más que deportes, corrupción y disparos. ¡Y nada sobre mi novela!". Ese es el gran error, ¿no? Creer que un libro tiene que competir con el asesino en serie o el último emperador mundial de los helados. O lo que es lo mismo: creer que se pueden mezclar las ficciones con ese gran reino del extrañamiento que inventan -una realidad, por cierto, bien falsa y perversa- en el gran teatro de Oklahoma.

 

Enrique Vila-Matas

publicado por ardotempo às 16:27 | Comentar | Adicionar
Terça-feira, 06.09.11

11 de setembro, efeito borboleta

Incidente en París

 

Enrique Vila-Matas

 

El próximo 11 de septiembre se cumplirán 100 años exactos de un choque que tuvo lugar entre un triciclo y un automóvil en uno de los bulevares de París. A consecuencia del golpe, el triciclo se quedó con la rueda delantera deformada. El empleado de panadería, que hasta aquel momento había pedaleado con total despreocupación, se apeó y se dirigió hacia el automovilista, que se apeó igualmente. Enseguida comenzaron a recriminarse sus respectivas formas de conducir y se creó el clásico corro de gente que deseaba saber quién llevaba la razón.

 

En cierta forma, dos culturas entraron en conflicto: el automovilista era alguien instruido que, encima, tenía el don de la palabra, mientras que el panadero se defendía solo gesticulando y, para colmo, haciendo siempre el mismo gesto.

 

Cuando la pelea comenzó a estancarse, se llamó a un policía para que reanimara el espectáculo. Uno de los testigos del choque en aquel bulevar de París fue el peatón Franz Kafka que, de paso por la ciudad aquel 11 de septiembre de 1911, registró en su diario el incidente, anotando todo tipo de detalles, como, por ejemplo, la gran cantidad de espectadores nuevos que se añadieron al corro inicial en cuanto apareció aquel policía, de quien todo el mundo parecía esperar que resolviera el asunto de inmediato con toda imparcialidad y, además, les permitiera el gran goce de poder presenciar en directo la redacción de un atestado. Como tantas veces en estos casos, el policía se hizo un lío.

 

El policía, escribió Kafka en su diario, se equivocó un poco en el orden de sus anotaciones, y en algunos momentos, en su esfuerzo por poner las cosas de nuevo en su sitio, no oyó ni vio ninguna otra cosa.

 

Algo por el estilo me ocurrió hace 10 años cuando quise poner orden en mis anotaciones sobre el atentado de las Torres Gemelas y escribir sobre el asunto. Me hice tal lío que terminé viéndolo todo de forma kafkiana y de pronto me encontré buceando en el mundo del propio Kafka, tratando de saber qué había hecho él en algún 11 de septiembre del pasado. Fue así cómo descubrí que en 1901 no llevaba todavía ningún diario, pero sí el 11 de septiembre de 1911, que fue cuando presenció en París aquel choque de bulevar.

 

Si algo no fue nunca Kafka fue profeta, pero sí tenía algo de espejo; él mismo le dijo a Gustav Janouch que se veía a veces como un espejo que se avanzaba: un espejo que tenía la capacidad, como algunos relojes, de adelantarse. No estoy hablando pues de virtudes proféticas, sino de un agudo sentido de la percepción, que es algo distinto y suele ser más habitual en los escritores que las profecías. Kafka fue seguramente el más perceptivo de los escritores del siglo pasado.

 

Hace 10 años, cuando hallé aquella meticulosa descripción del choque en París entre un panadero y un automovilista, sentí el impulso misterioso de seguir buceando en sus diarios, como si aquel incidente fuera solo el punto de arranque de un relato y pudiera encontrar en otras páginas de su diario la continuación de la historia. Y así fue como salí en busca de lo que había anotado Kafka un año después, el 11 de septiembre de 1912.

 

Para mi sorpresa, ese día el escritor soñó que estaba en una lengua de tierra construida con piedras de sillería que se adentraba en el mar. Al principio, no sabía dónde estaba, hasta que descubría muchos navíos de guerra alineados y firmemente anclados: "A la derecha se veía Nueva York, estábamos en el puerto de Nueva York".

 

Tras la sorpresa, seguí leyendo hasta el final, cuando el soñador acababa sentándose, recogía los pies contra su cuerpo, se estremecía de placer, se hundía realmente de gusto en el suelo y decía: ¡Pero si esto es aún más interesante que el tráfico de los bulevares de París!


 

 

Enrique Vila-Matas

Imagem : Robert Doisneau - O beijo (Paris)

publicado por ardotempo às 05:31 | Comentar | Ler Comentários (1) | Adicionar
Quarta-feira, 18.05.11

Enrique Vila-Matas em São Paulo

HOJE - 18.05 -  Instituto Cervantes

 

Palestra de Enrique Vila-Matas, lançamento do livro “Dublinesca” e sessão de autógrafos

 

18 de maio de 2011 19:30 até 22:00

 

O Instituto Cervantes de São Paulo e a Editoria Cosac Naify, apresentam:

Conhecendo Vila-Matas. Lançamento Dublinesca

Apresentação do livro Dubilnesca

e sessão de autógrafos deste autor espanhol nascido em Barcelona.

 


 

 

Mais informações em www.enriquevilamatas.com

publicado por ardotempo às 15:42 | Comentar | Adicionar

Editor: ardotempo / AA

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